Protagonista Johanné Gómez Terrero
La cineasta dominicana Johanné Gómez Terrero presenta a concurso un trabajo que recrea el universo singular de la isla caribeña
CARMEN ALCARAZ
‘Sugar Island’ nació como un documental y se convirtió, por obligación, en ficción. ¿Cómo ha sido ese viraje conceptual y creativo?
Varios factores hicieron que la película fuera finalmente una ficción. Uno de ellas fue que no tuvimos acceso al lugar donde yo quería filmar y, también a causa de la pandemia, no pude seguir haciendo el trabajo de campo. Entonces me di cuenta de que me había desconectado del documental y comencé a pensar en actores y actrices, pero siempre manteniendo el vínculo con el proceso de investigación que había llevado a cabo, del que bebe todo el universo de la película.
Los ritos religiosos locales forman parte de la trama y tienen una incidencia directa en los personajes. ¿Cómo ha trasladado estos conceptos espirituales a la pantalla?
La manifestación que aparece es una ceremonia que se llama Gagá. Una celebración que se hace en Semana Santa. Al eliminar el condicionante de la realidad, pude hacer una fabulación con todos los elementos, llenando los vacíos que no tenían respuesta en el documental y creando un imaginario más allá de lo concreto, de lo que existe. A partir de ahí, fuimos ideando diferentes capas con el sonidista, el fotógrafo, etcétera, para darle una identidad propia a la película.
Una de las claves de esta obra es su potente estética. ¿Cómo se ha trabajado y qué busca transmitir con ella?
La película tiene tres ejes. Por una parte la historia de Makenya (Yelidá Díaz), una adolescente con un embarazo no deseado que tiene que afrontar su adultez abruptamente. En ese despertar social se da cuenta de quién es: una joven negra sin documentos, y de lo que esto implica en la percepción que tienen de ella cuando comienza a ir a hospitales y demás espacios fuera de su círculo. El tercer eje es más espiritual, porque ella también despierta en este sentido cuando recibe un llamado de Santa Marta como heredera de los Misterios, a los que sirve su madre Filomena (Ruth Emeterio). Esta trama es la que marca la estética de la película inspirada en las 21 divisiones del vudú dominicano. En el caso concreto del Gagá, es multicolor, y cada color representa un misterio, entre los cuales predomina el morado, que es el de Santa Marta. Otro aspecto que ha sido fundamental para mí es conseguir que las pieles negras estuvieran muy presentes y fueran brillantes. En general, hemos cuidado mucho la negritud, todo lo que tiene que ver con el afro. Hay muchísimo trabajo detrás de cada detalle.
El filme puede interpretarse como una reivindicación al derecho a escribir su propia historia de los protagonistas. ¿Es una forma de criticar el colonialismo que aún se mantiene en la isla?
Sí, un poco. Hay varios conceptos. Por un lado generar una conversación sobre el diálogo constante entre presente, pasado y futuro, que hace que, de algún modo, el pasado no esté fijo. Desde el presente podemos siempre crear nuevas interpretaciones del pasado y eso nos va a permitir también saber qué caminos trazar hacia adelante. Y eso está directamente vinculado con la colonialidad, que es el patrón de poder que existe en esta isla y en todo el mundo. La historia está ahí, se transforma, pero los patrones de poder continúan y de alguna manera la película lo analiza desde diferentes perspectivas.
¿Una llamada a la rebeldía?
En parte, pero con matices. En República Dominicana a toda persona que fue esclavizada y salía del orden establecido, escapando hacia el monte, se le llamaba cimarrón. Y esta película es cimarrona. Intenta escapar, tomar un camino de fuga, y poner la mirada sobre las alternativas y las resistencias pero sin un posicionamiento cerrado, sino invitando a la reflexión. Ahora mismo no hay una colonización física, sino que está interiorizada. Lo que se propone es un camino espiritual, hacia nosotros mismos, para matar al amo blanco que llevamos dentro.
Una de las claves de su cine y activismo es el identitario racial. ¿Cómo lo ha trabajado en ‘Sugar Island’?
Hay un posicionamiento que insta a que, sobre todo en el momento que vivimos, no es suficiente con no ser racista, hay que ser antirracista. Además, siento que otro elemento muy importante que marca la película en este sentido es lo comunitario. Cómo la única manera de salvarnos es a través de la comunidad, que puede ser la familia, el barrio, los amigos o la Unión de Trabajadores Cañeros.
Se dice de usted que es uno de los ejes del nuevo cine latinoamericano. ¿Cómo afronta esta consideración?
Como un reto. Es lo que me permite sostener y seguir haciendo cine con el amor y la honestidad con el que lo hago.
La película es una coproducción con España y algunas escenas se rodaron en las Islas Canarias. ¿Qué influencia tiene en la historia?
En Canarias se originó el cultivo y la zafra de la caña de azúcar. Se exportó desde las islas a República Dominicana, donde se asentaría la actividad, obteniendo de ahí su sobrenombre de ‘Sugar Island’. Además, hay mucho de la película que no está en la pantalla. Ese universo que te comentaba que la sostiene, y que responde al proceso de investigación y reflexión de la que nace. Y David Baute, el coproductor, formó parte de esto a través de un diálogo muy interesante. Antes de empezar a rodar se llevó a cabo un laboratorio en las Islas Canarias, y fue tras eso que decidimos hacer la película, aunque no se refleje directamente en ella. Además, encontré paisajes casi lunares en Tenerife que integramos en la historia como parte del mundo interior de la protagonista.